INTRODUCCIÓN
“All work and no play makes Jack a dull boy.” James Howell
Solas ante la naturaleza, las personas nos encontramos débiles y vulnerables. No resulta así extraño, que desde nuestros orígenes, el instinto humano de supervivencia nos haya empujado a agruparnos. Luego, mucho de lo que nos ha permitido convivir de forma social puede reducirse de manera muy compacta al concepto de “cultura” (Freud, 1973). De aquí merece la pena centrar la mirada en un ingrediente fundamental y constitutivo de la misma, el conocimiento. Al partir de que son muchos los caminos, pero uno sólo el método (Martín Belloso, 2020), es válido decir que la versión más refinada del saber es por supuesto, el conocimiento científico; pero no todo lo que conocemos ha sufrido el exhaustivo escrutinio de su técnica. Mucho de lo que hemos aceptado y seguiremos aceptando como “verdadero”, parte de la pura intuición o se basa incluso en creencias. Esto anuncia un conflicto entre las diferentes formas de aceptar la realidad; y por ello, el consenso suele funcionar para responder a esa convivencia necesaria para vivir en sociedad. Y en algunas ocasiones, el conocimiento nos viene de fuentes de autoridad, por lo que resulta sencillo confiar en ellas. Todas estas formas de conocimiento existen, y escapan de la rigurosidad del método científico. Para bien y para mal, la transmisión de estos saberes le ha ayudado a los seres humanos a desarrollar una serie de atajos que le han llevado a progresar como especie.
En términos cronológicos, han existido una serie de momentos cruciales para el progreso social. Y estos explican muy bien cómo llegamos desde los grupos pequeños hasta las masivas sociedades de la actualidad. La extrema dependencia tecnológica que nuestra sociedad posee hoy en día no es casual; ya que desde nuestros orígenes sociales, nos hemos valido de ella para progresar. Para Lenski (1969), han existido cinco grandes fases en lo que él denominó “evolución sociocultural”, o los cambios que ocurren en la sociedad a medida ésta adquiere nuevas tecnologías. Estas etapas se conocen como las sociedades cazadoras y de recolección, las pastorales, las hortícolas, las agrarias y las industriales. Hoy en día aún existen sociedades como las cazadoras, y su dinámica grupal para la obtención del alimento les resulta en niveles bastante bajos de desigualdad social.
De manera retrospectiva se puede decir lo siguiente, la domesticación de las plantas y los animales que supuso la agricultura, permitió que las personas pudiéramos establecernos en lugares fijos por primera vez; y así dejar de lado la vida nomádica y pastoral. Aquí es donde los cambios sociales de carácter trascendental comenzaron a ocurrir, y es que al reducirse el esfuerzo grupal por obtener alimento, comenzó a florecer el característico ingenio humano; dando pie al surgimiento de profesiones y especializaciones en función de la misma sociedad. Con esto, el sentido de familia también comenzó a cambiar.
Al ser una sociedad menos preocupada por la obtención de alimentos, la importancia simbólica del rol de supervivencia cambió e incluso disminuyó. La educación dejó de ser una tarea exclusiva del hogar, y pasó a manos de instituciones cómo las iglesias y las escuelas. Con la revolución industrial los cambios se agudizaron aún más, y con ello las exigencias del mercado laboral comenzaron a vincularse con las agendas curriculares de las instituciones encargadas de la educación.
MIRAR DESDE EL ENCIERRO
Pensar de manera aislada se convierte cada vez más en una actividad rutinaria de la vida cotidiana. El distanciamiento social ha sido impuesto a escala global, y para quienes estamos involucrados con la enseñanza, esto supuso un cambio drástico en el ritmo de hacer las cosas.
En la actualidad, la cantidad de información disponible es inmanejable; y vuelve necesaria la existencia de una postura crítica hacia todo el contenido que nos rodea. El contexto particular que vivimos nos hace pensar sobre por qué las dinámicas sociales deben entenderse de una manera diferente (Žižek, 2020). Ante esta realidad, los procesos de enseñanza no pueden seguir siendo las mismos; y deben considerar por completo los hábitos contemporáneos de consumo de la información.
Google es quizá el sinónimo más grande de internet que existe hoy en día. Y cómo fieles creyentes de sus respuestas y sugerencias, no sorprende que el comportamiento de los resultados de búsqueda para frases cómo “educación virtual”, “docencia en línea” y demás similares, muestren un comportamiento anormal y creciente en sus tendencias de búsqueda a partir de mediados de marzo del 2020.
Esto sugiere que existe una fuerte preocupación, experimentada en su mayoría por profesores, respecto a continuar el desarrollo de sus planificaciones pedagógicas ante este intempestivo cambio metodológico. Hasta este momento, puede decirse que la experiencia de aprendizaje virtual no se acerca a la presencial. De igual forma, el ejercicio pedagógico también ha sufrido mucho en estas semanas de distanciamiento físico. Considero que durante la mayor parte de mi vida he mantenido una relación cercana con el mundo digital; y en 2015, esta se volvió un elemento cotidiano en mi desarrollo profesional. Gracias a ello, he podido ayudar de una u otra forma a colegas profesores e incluso a antiguos estudiantes, con recursos y soluciones tecnológicas para afrontar esta situación tan particular. A medida la cuarta revolución industrial nos absorbe, la colaboración intergeneracional se vuelve cada vez más indispensable.
Sin duda, saldrán de estas circunstancias extraordinarias muchos aprendizajes; y de ellos nuevos paradigmas pedagógicos y socioeducativos. Sin embargo, es importante que exista una mirada críþica ante movimientos que prometan cambios estructurales a la base de hechos sociales muy arraigados al comportamiento y la cultura del ser humano. Esto no significa quedarnos inmutados ante el curso de lo social. Pero sí es importante mantener una mirada activa que permita discernir sobre la utilidad de ciertas revisiones y recomendaciones novedosas que varias disciplinas académicas nos puedan plantear alrededor de los cambios sociales; especialmente cuando se trate de la educación (Úcar, 2016).
Para bien o para mal, quienes estamos involucrados en el campo social de la educación, aprendimos de una manera particular; por lo que supondrá un gran reto cambiar las convenciones que nos permitieron hacer nuestro ese conocimiento que hoy nos constituye. Esto nos empuja inevitablemente a intentar mirar de nuevo nuestra realidad para comprender (verstehen) de manera crítica los fenómenos sociales que se nos rodean.
La utilidad de ese acto reflexivo nos permite fijar la atención ante los cambios que están totalmente disueltos en nuestra naturaleza humana; y se han convertido ya en una característica constitutiva de nuestra especie. Esta acción no debe limitarse al presente; y merece la pena revisar postulados pasados que en su momento no encontraron terreno fértil para su desarrollo; y se prefirió dejarlos de lado por circular entre lo “complejo” y lo “superfluo”. Y sí esto ha de resultar útil, entonces los esfuerzos teóricos sobre la educación no deben ser herméticos; y deberían permitir la construcción de escenas integradas donde otras disciplinas puedan aportar a esta manera de ver las cosas. Ante esta sugerencia, no extraña que la mirada de la Escuela de Frankfurt haya estado históricamente muy ligada a las producciones artísticas y culturales; ya que en ellas suelen manifestarse de manera evidente los síntomas que aquejan a la sociedad (Jameson, 1991).
Uno de los grandes problemas que posee la acción educativa es su carácter colonizado (Úcar, 2016). Éste ha encasillado a la profesión educadora alrededor de las aulas; con el agravante de responder a las exigencias ejercidas por la estructura económica sobre la educación, específicamente a través del mercado laboral. A pesar de que se comienza a corregir este enfoque, muchas de las acciones educativas se han centrado en lo que concierne al propio ámbito de “las aulas”. Esto limita de manera temporal y física el fenómeno, y responde solamente a su naturaleza dramatúrgica (Goffman, 1971) en la que los receptores del conocimiento se acoplan al rol de “estudiante”, y quienes lo facilitan se ubican dentro de las fronteras de sus roles como “profesores” o “educadores”. En términos actuales y generales, la educación suele estar centrada en la transmisión del conocimiento; y no en cómo aprendemos al tener tanta información en nuestros bolsillos.
Al seguir viendo a la educación como una herramienta estratégica que permite alcanzar utilidades concretas, se facilita aún más la apertura a que las exigencias del mercado laboral constituyan las agendas curriculares y los propósitos de la educación. El aprendizaje, es un hecho social, y no puede verse como un sinónimo del mercado (Úcar, 2016). Los esfuerzos educativos deben responder cada vez más a las problemáticas que se presentan en los individuos para formar parte de la sociedad; y son las instituciones educativas el nivel más próximo de contacto con ella después de la familia o del hogar. Vastos ejemplos nos ha otorgado la cultura popular sobre el símil que hay entre la formación educadora y las líneas de ensamble. Estos últimos, son los iconos por excelencia de las economías industriales orientadas a maximizar la productividad y la eficiencia. El gran precio de esta dinámica resulta alienante si recordamos cómo ese modelo particular consideraba a las personas cómo recursos necesarios dentro de la cadena de producción.
Los antiguos recursos humanos ostentan hoy en día flamantes eufemismos cómo “talento humano”, “clientes internos” o “socios corporativos”. Los títulos varían según el nicho y la geografía; pero la solución al deshumanizante precio de ésta situación no es llamar de manera pretenciosa a las personas que trabajan dentro de una institución. Para ello, es importante reconocer que nosotros, los actuales educadores, fuimos formados bajo ésta lógica bastante decimonónica. Nuestro gran reto es transmitir conocimiento a personas que aspiran acoplarse a una sociedad que cree depender de la cara limpia de una economía de servicios, intangible, creativa; cómo que sí los artefactos donde ésta se mueve no fueran fabricados lejos de nosotros por mano de obra barata en condiciones laborales infrahumanas.
Acá, se plantea un escenario en el que los educadores estamos ante una brecha generacional en relación a la transmisión del conocimiento. Y al seguir repitiendo las dinámicas que ayudaron a formar el conocimiento que hoy nos define, seguiremos ensanchando aún más esta brecha. La situación se vuelve peligrosa si consideramos que seguiremos formando personas bajo lógicas industriales en un contexto cada vez más acelerado y cambiante. Seguiremos engrasando la vieja maquinaria que expulsará “profesionales competentes” y “altamente capacitados” para que se enfrenten a un mundo postindustrial que no estamos comprendiendo. Seguiremos lanzando personas a un mundo para el que no están preparadas, con la excusa que reza que “la vida real no es cómo en las aulas”.
El coloquialismo detrás de “la vida real” acarrea mucho del mundo laboral, y con ello a los modelos económicos, los cuales resultan ser cada vez más individualizantes. Esto nos ubica dentro de un contexto donde el trabajo autónomo se ha convertido en algo cada vez más popular, y donde el anhelo por ser nuestros propios jefes se convierte en una realidad alcanzable. El término gig economy ilustra muy bien la promesa de una economía dinámica, empujada en su mayoría por emprendimientos individuales. Pero hay algo que no se suele tomar en cuenta, y es la condición precaria a la que ésto nos puede llevar en término de prestaciones y demás garantías ofrecidas por un trabajo más aspiracional según los modelos educativos aún vigentes.
El trabajo temporal no es ninguna novedad, lo innovador del caso actual es un escenario cargado de servicios, y no de maquinaria. Servicios tecnológicos altamente especializados, cuyo desarrollo necesita de soluciones creativas y que su función ante el mercado es solventar necesidades bastante puntuales. Un par de ejemplos pueden ser la hostelería y el transporte, tradicionalmente ofrecido por hoteles y taxistas. Pero gracias a aplicaciones móviles cómo AirBnb o Uber, es que personas particulares pueden sacarle rédito a sus activos ociosos al ofrecer suplir estas necesidades. ¿Hay un cuarto sin ocupar en la casa? Se puede ofertar en AirBnb, y generar un ingreso extra. ¿Se tiene un carro y un poco de tiempo libre al final de una jornada cotidiana? Se puede ganar dinero durante éste tiempo haciendo viajes en Lyft, Uber o cualquier otro similar. ¿Se tiene sólo una bicicleta y tiempo libre? No importa, con Glovo, Ubereats y demás, hasta a ésta se le puede sacar un beneficio económico adicional.
Ante este escenario, la gran amenaza individualizadora será que las personas comencemos a ver todo como cosas, en función de su utilidad. Traduciendo todos éstos servicios a una simple mercancía, cosificando por completo a quienes suplen nuestras necesidades. El resultado es una relación aún más alienada con el mundo, y es por ello que la educación debe poner atención ante estos escenarios. Y así ayudar a las personas a entender mejor cómo sumarse a este mundo sin precarizar su existencia; sin dejar de lado los valores que ayuden a combatir el nuevo giro alienador del capitalismo global y avanzado que estamos hoy viviendo (Jameson, 1991).
El contexto actual alrededor de la pandemia ha demostrado que la economía puede individualizarnos aún más (Žižek, 2020); pero hablar de ello resultaría en algo aún demasiado especulativo. Lo importante, es ver cómo las formas de transmisión del conocimiento se han visto afectadas. Para ello, parto de la existencia de una brecha generacional claramente definida por las grandes diferencias que existen entre la forma en la que los profesores aprendimos; y la forma en la que hoy los estudiantes, y las personas en general, hacen suyo el conocimiento.
Necesitamos entender un mundo acelerado, cuyo ritmo nos aleja cada vez más de nuestros estudiantes; nos vuelve apáticos y poco resolutivos ante sus verdaderas inquietudes y necesidades. Las pistas que planteo a continuación permiten ver con mayor claridad el fortalecimiento de éste fenómeno que nos separa de aquellos que pretendemos ayudar al agudizar nuestra relación alienada con el mundo:
- La aceleración planteada por Hartmut Rosa
- La disincronia que explica Byung Chul-Han
- La hysteresis entendida según Pierre Bourdieu
El texto aquí redactado no pretende ser un tratado sobre alienación en épocas postindustriales, pero pienso que las circunstancias que agudizan el ensanchamiento de la brecha antes planteada son manifestaciones de este fenómeno social. Históricamente, este concepto ha sido desarrollado por una gran cantidad de intelectuales; pero es quizá Karl Marx con quién más suele asociarse. Alienación y trabajo van de la mano, y para Marx el trabajo debía ser una actividad creativa y vitalizante; pero en el siglo XIX, este en su mayoría era más bien una actividad deshumanizante. Las relaciones comerciales previas a la época se fueron refinando, a tal grado que cada persona podía comerciar en el mercado con otras personas y también con instituciones. Esto llevó a aquellas personas que no tenían nada más que comerciar, a vender lo único que podían ofrecer, su fuerza física de trabajo.
La relación entre mercado y agenda curricular fue mencionada anteriormente, pero es importante que no se pierda de vista ante el origen de esta dinámica comercial cargada por un considerable grado de “fetichismo de las mercancías” (Marx, 2010). Este fenómeno significaba el resultado de la alienación luego de que el modo de producción capitalista hubiera tratado al trabajador cómo un simple insumo necesario para la generación de capital, volviéndose este último en el verdadero sujeto social. Esto sigue sucediendo hoy en día, e incluso de manera más aguda si contemplamos la inclusión del trabajo tercerizado en maquilas, zonas francas, y otras modalidades de trabajo famosas por su explotación laboral.
El problema en sí no era la dinámica comercial que se realizaba, sino cómo ésta se estaba retribuyendo por parte de la burguesía capitalista hacia la clase proletaria. El desgaste físico, la retribución precaria, y las condiciones laborales deplorables empujaban a las personas a alienarse. Es decir, a desapegarse cada vez más de esa visión utópica de un trabajo gratificante que permitiera llenar las necesidades más abstractas e intelectuales. Hoy en día, la situación a cambiado considerablemente, y estamos ante un capitalismo que Marx no alcanzó a dimensionar (Jameson, 1991).
Gracias a diversas reformas laborales y nuevas dinámicas empresariales, existen hoy en día mayores posibilidades de llenar esas necesidades a través y por medio del trabajo, a tal grado que ha permitido que algunas pocas personas puedan acumular una modesta cantidad de capital cultural y simbólico (Bourdieu, 2002), además del tradicional. La distinción aquí es importante de recalcar, ya que no estoy hablando del trabajo que permite acceder a experiencias ofrecidas por el mercado gracias al ingreso que genera; sino a poder realizar tareas gratificantes de manera remunerada. Ante ésta pérdida del sujeto a manos del capitalismo, György Lukács explicaba en su libro “Historia y Conciencia de Clase” este fenómeno alienante bajo una palabra más elocuente; la “cosificación” (Giner, Lamo de Espinosa, & Torres Albero, 1998).
El concepto que hace alusión directa a ubicar a las personas en el mismo plano de las cosas. Muchos pensadores cómo Theodor Adorno, Raya Dunayevskaya y demás, lo desarrollaron con mayor profundidad. Recientemente, Rahel Jaeggi le ha dado un nuevo giro al concepto de alienación; y lo contextualiza en función de un capitalismo que ya es ubicuo. Para ella, la alienación ha alcanzado un estado que nos vuelve incapaces de recuperarnos a nosotros mismos, generando un problema con la forma en que llegamos a ser quienes somos (Jaeggi, 2016).
La alienación es, cómo lo expone Hartmut Rosa citándola a ella, “la relación de ausencia de relación” (Rosa, 2019b, p. 240) en un mundo frío, rígido y no responsivo. La importancia de ésta antesala, radica en entender mejor el panorama para el que estamos preparando a las nuevas generaciones, porque en sus manos está la lucha contra un ritmo de alienación distinto al que nos ocupaba a nosotros cuando estuvimos en su lugar.
ACELERACIÓN, DISINCRONÍA E HYSTÉRESIS
Hartmut Rosa se preocupa por nuestra relación con un mundo que nos empuja cada vez más a rendir y a acelerar, con el simple propósito de sobrevivir. Alexandre Lacroix (2019) hace mención a una analogía muy interesante sobre cómo entender éste fenómeno. Él dice que es “cómo si nos hubieran ofrecido una bicicleta que, al principio se mantiene en equilibrio a 5 kilómetros por hora, luego a 6, luego a 7, 8, 9, 10, etc.” (p.21). Esto nos llevaría indudablemente a esforzarnos cada vez más, con el único afán de mantenernos en pie; con el único propósito de sobrevivir. En términos históricos, para Rosa nos encontramos hoy dentro de una modernidad tardía que posee un tejido temporal distinto a la modernidad clásica que le precede. Esto le lleva a pensar que la esencia de la modernidad, es la aceleración de la vida; y con ello del mundo. El resultado, es una vida cotidiana sin presente, donde todo circular alrededor del aquí y del ahora (Rosa, 2003).
Las sociedades más avanzadas han resuelto que para que exista crecimiento económico, aceleración tecnológica e innovación cultural, deben mantener su estructura institucional (Rosa, 2016). Y ésto, cómo en la analogía de la bicicleta de Lacroix, sólo se puede alcanzar mediante una perenne dinamización. A esto, él le llama “estabilización dinámica”, y se entiende muy bien al verla cómo una proyección del absurdo mito de Sísifo (Camus, 2012). No hace falta ser muy versado sobre teoría social para suponer que esto sólo es la antesala de un agotamiento inminente y generalizado; que no sólo será sufrido de manera individual, sino también como conjunto social. ¿Cuántas iteraciones progresivas más podremos soportar?
Además de la inmensa aceleración que posee nuestra relación con el mundo, este tiene demasiado que ofrecernos. Existen enormes cantidades de productos culturales, puestos a nuestra discreción y que exceden cualquier límite de experiencia. Esto nos lleva a una relación blanda con un mundo que parece no poner mayores límites a nuestra vida cotidiana. También nos ofrece el mundo de manera inmediata, inmensas cantidades de información que aniquilan casi por completo cualquier necesidad por esforzar la memoria. Ante esto, es importante mencionar que la saturación de la memoria sigue siendo la estrategia más recurrente, y hasta preferida, de la educación formal durante la niñez y la adolescencia; e incluso de la universitaria en algunos casos.
Por ello, no debemos olvidar que en circunstancias típicas, son las instituciones educativas las que siguen siendo el contacto más inmediato que experimenta cualquier persona con la sociedad además de su familia. Para intentar reformular las formas de transmisión del conocimiento, en función de una relación acelerada con el mundo que necesita ser frenada, es importante encontrar y entender los motores de ésta aceleración. Estamos en estas fechas en un estado peculiar de nuestra historia humana (Žižek, 2020). Es ésta la situación que podría permitirnos ese anhelado respiro necesario para pensar mejor sobre cómo disminuir el ritmo de nuestra relación con el mundo; antes de alcanzar ese punto de agotamiento colectivo que se observa tan cercano.
Hartmut Rosa (2019a) plantea una serie de ángulos que ayudan a comprender mejor la modernidad tardía que nos menciona. La velocidad dinamizadora ha sido durante mucho tiempo percibida cómo una expresión del progreso que empuja a las sociedades a acelerar los ciclos de consumo. Pero hemos alcanzado un punto en el cuál parece ser que las generaciones venideras no podrán gozar del mismo patrón de vida que sus padres.
Es importante señalar que el “proceso de individualización” no es lo mismo que la “individualización del ser”. En el primero, se habla más bien de un estado de bienestar en el que el contexto es capaz de garantizar autonomía a una persona; y con ello, su desarrollo cómo individuo. Mientras, que la individualización del ser, se entiende cómo el resultado de una excesiva promoción de la competencia entre personas (ibid). Ante ésto, la novedosa propuesta de la enseñanza por competencias no me parece una solución adecuada si queremos comenzar a disminuir la velocidad de nuestra relación con el mundo. Parece ser que con esta postura educadora, la lógica del consumo se hubiera colado de alguna manera. Dando inicio a un continuum de formación dinamizado por el anhelo de la extrema sofisticación individual.
Las sociedades se componen cada vez más por personas con un fuerte deseo de autonomía que se ve truncado por una contradicción muy particular. Aunque estemos situados en una sociedad globalizada (Castells, Fernández-Ardevol, Linchuan, & Sey, 2007) que ha demostrado que navegamos en “el mismo barco” (Žižek, 2020, p.15), ésta no permite satisfacer el impulso de individualización de una manera uniforme (Beck & Beck-Gernsheim, 2012). Esta situación es problemática, no sólo por la paradoja que contiene, sino por el efecto ulcerante que va minando en lo profundo del ser. Corremos para mantenernos al ritmo del mundo, postergando nuestros proyectos de vida de manera indefinida.
No existe un algoritmo trazable, y mucho menos exacto de la aceleración social. Pero Rosa (2016), procura formular una definición firme en términos teóricos e incluso empíricamente discutible de lo que podría significar el proceso de aceleración de las sociedades. Para ello, él se refiere a “aceleración tecnológica”, “aceleración del cambio social” y “aceleración del ritmo de vida” como las tres dimensiones que dinamizan la aceleración social.
a. Aceleración Tecnológica
Esta es la quintaesencia del capitalismo avanzado que definía Fredric Jameson, y es quizá la más experimentable a nivel empírico que las demás. Tenemos acá, la aceleración brutal de los procesos de producción, transporte y comunicación. Además de todas las nuevas formas de gestión que tienen cómo único objetivo la máxima productividad del tiempo.
Me permito traer a colación las dinámicas lean startup; muy propias de las industrias de servicios tecnológicos, en las que se lanza un producto inacabado al mercado para refinarlo en función de la retroalimentación que los usuarios puedan devolver sobre el mismo. Ésta metodología invita a la aceleración al entregar un prototipo que se va perfeccionando con el tiempo. No estoy en ningún momento en contra de la práctica saludable de escuchar a quienes utilizan las soluciones para adaptarlas mejor a lo que realmente necesitan. El problema, es que esto empuja a un mayor auge de oferta en el mercado a un ritmo extenuante. Y con ese mundo, con ciclos de desarrollo cada vez más agudizados, es al que se encuentran los estudiantes que pasan por nuestras manos.
Es quizá en el régimen espacio-temporal de la sociedad, que los efectos de la aceleración tecnológica pueden palparse más claramente. Nuestros encuentros con la sociedad parecen no terminar nunca, y transgreden los momentos de privacidad que se nos vuelven cada día más escasos. Estamos conectados todo el tiempo, consumiendo la privacidad de los otros cómo una forma de entretenimiento donde las celebridades (Bourdieu, 2001) son en su mayoría personas menos inalcanzables. Ya sea porque realmente las conocemos fuera del mundo de las pantallas, o porque se nos desvelan gracias a las mismas. Desde una perspectiva antropológica, es importante que nos veamos como educadores que conocimos un mundo sin internet; y que a la vez, nos proponemos transmitir conocimiento a personas que no conocieron un mundo sin la existencia del internet.
b. Aceleración del Cambio Social
De manera menos visible, pero no por ello menos inquietante, se encuentra la velocidad con la que suceden hoy en día los cambios de carácter estrictamente social. Actitudes, modas, prejuicios, perspectivas, estilos de vida e incluso lenguajes; todo está cambiando con una rapidez cada vez mayor. A nivel global, puede hablarse de una sola sociedad compuesta de flujos culturales que se desplazan de manera constante (Appadurai, 1990).
Sin embargo, a pesar de que estemos de acuerdo en la existencia de éste hecho social, aún no existe una manera adecuada de medirlo. Se sugiere así el desarrollo de una sociología sistemática de la aceleración social, que contemple la gegenwartsschrumpfung, que vendría a ser más o menos el equivalente conceptual de la progresiva contracción del presente; para quizá obtener una regla que permita calibrar empíricamente la velocidad del cambio social (Rosa, 2016, p.25).
c. Aceleración del Ritmo de Vida
Es en esta dimensión de carácter microsocial donde se observa la actual existencia de una especie de “hambre de tiempo”. Parece ser que nuestra sociedad ha encontrado la forma de consumir el tiempo a tal grado que es hoy un recurso cada vez más escaso. Paradójicamente, hemos llegado a necesitar cada vez más tiempo, en un mundo donde muchas cosas pueden realizarse de manera inmediata. No sorprende que la queja más acuciante en estos días de aislamiento social fuera que el tiempo no alcanzaba. Ganamos tiempo al no tener que desplazarnos de manera física para ejercer nuestra cotidianidad, y rápidamente llenamos esos huecos de ocio de mala calidad con más actividad alienante. Toda esta dinámica moderna, genera lo que Rosa llama una “desincronización”; fenómeno que resulta de los ritmos diferenciados con los que aceleran las distintas partes que componen nuestro mundo.
Esto me lleva a pensar que dicho fenómeno de aceleración afecta la brecha generacional que planteo. Debemos entender el peso que tiene la forma en que nosotros aprendimos, y cómo pretendemos enseñar a quiénes son nativos de un mundo más acelerado que el que nosotros experimentamos en términos etarios. Hasta hace algunos días, nuestra vida cotidiana estaba altamente regida por el agresivo impulso de satisfacer nuestros deseos y necesidades.
Podría incluso esta fragmentarse a una serie continua de cosas pendientes por hacer; en la que completamos algunas, pero acumulamos un número aún mayor. Queda así nuestra experiencia con el mundo, saturada de cosas por hacer; pero sin ningún final aparente (Han, 2015). Y ésta sólo es una de las múltiples manifestaciones de un fenómeno que Byung-Chul Han denomina como “disincronía”.
Fonéticamente, la palabra “disincronía” es muy similar a la “desincronización” mencionada por Hartmut Rosa; y aunque no planteen lo mismo, ambas se refieren a manifestaciones específicas de nuestra relación con el mundo. La primera entiende la escasez del tiempo desde un nivel más individual, y la segunda desde un enfoque más estructural. Por ello, ambos conceptos ayudan a ver mejor la totalidad del tiempo en nuestra vida cotidiana, permitiendo así un mejor entendimiento del comportamiento de la brecha generacional del aprendizaje.
Para Han el tiempo no acelera, sino que se nos vuelve cada vez más disperso y atomizado. Esto se relaciona con la manera iterativa de llevar nuestras vidas. Cada espacio de nuestro tiempo se llena de actividades que se deben cumplir, por lo que nos queda cada vez menos espacio para el ocio y la vida contemplativa. Esta apariencia de nunca acabar, es la manifestación latente de la desaparición del elemento ordenador de nuestras vidas. Al haber sido formados en una época de conexiones virtuales menos potentes, pudimos percibir el tiempo de manera más lineal y menos atomizada.
La inmediatez no era la norma, y las esperas eran más abundantes. Esto es clave para entender las contradicciones que suceden en la enseñanza contemporánea. Al atomizarse el tiempo, los sucesos se dispersan y se liberan, y en algunos casos incluso pierden su jerarquía. Es así como no sorprende, que la solución de muchos colegas educadores durante estas semanas haya sido el atiborramiento de tareas y materiales; con lo que cercenaron el espíritu pedagógico de la enseñanza.
Sin un marco temporal nada concluye, y nada comienza. Y así, se pierde el sentido y el propósito de las cosas. Y esto se empalma como un agregado individual de la estabilización dinámica que explica Rosa al hablar de la aceleración social. De vuelta al mito de Sísifo, es cómo si él hubiera despertado y se encontrara empujando su inmensa roca, sin saber en qué momento comenzó su trágica faena; y sin tener una cima a la cual llegar. La implicación de este carácter atomizado del tiempo es la aniquilación teleológica de nuestras actividades.
Estamos ante las puertas de un problema existencial de mayor peso, la ausencia de sentido que deja el vacío teleológico produce una angustia inevitable. A esto se le suma un modo de vida individualizado, muy marcado por el constante rendimiento y la continua competencia. Ante el evidente anuncio de la muerte de la vida contemplativa, se encuentra poco saludable que se siga impulsando un esquema educativo por competencias. Sería preferible, una pedagogía solidaria (Ferrer i Guàrdia, 2002; Freire, 1985; Gramsci, 1985) que ayude a los estudiantes a recuperar el sentido teleológico de sus vidas.
Una de las múltiples quejas que se han manifestado de manera colectiva durante la actual crisis sanitaria, ha sido la percepción de que todos los días son iguales. Fenómeno que ya se ilustraba muy bien hace algunos años con la siguiente frase, “ya no hay diques que regulen, articulen o den ritmo al flujo del tiempo, que puedan detenerlo y guiarlo” (Han, 2015, p.14). Al haberse aniquilado la tensión temporal entre el futuro y el pasado, quedamos a la merced de un presente que termina sólo con la muerte. Cuerpo y mente se desgastan a ritmos desincronizados; y es natural que el cuerpo muera antes que la mente, bajo circunstancias de vida normales. Sin embargo, Han observa que el hombre contemporáneo, altamente individualizado, se agota a un ritmo inverso, y muere a destiempo.
Acá importa retomar el enfoque sobre el conocimiento. La calidad del mismo depende del tiempo que se le dedique, siempre y cuando sea de manera reflexiva y contemplativa; y no de manera saturada. De lo contrario, la educación seguirá emulando los esquemas y los ritmos acelerados del mercado. Un mínimo de reflexión al respecto nos ayudaría a ver la importante incidencia que tendría algo tan sencillo cómo la comunicación transparente entre colegas en pro de la recuperación del “aroma del tiempo” cómo diría Byung-Chul Han. El resultado, sería la tenencia de un panorama más amplio sobre las múltiples exigencias académicas que cómo institución imponemos sobre nuestros estudiantes. Nuestra labor educadora debe prescindir de la exigencia de actividades a ser resueltas, y considerar mejor la conjunta construcción de soluciones que ayuden a enmarcar de nuevo el tiempo.
Al tener acceso a cantidades sin precedentes de información, es importante hacer la distinción entre ésta y el conocimiento. Podría creerse erróneamente que estos son conceptos equivalentes, sustitutos o incluso hasta sinónimos; y Han explica que no. Para él, el conocimiento requiere de una aprehensión del tiempo; quedando éste acumulado en nuestra memoria. En contraste con la información, ya que ésta carece de tiempo. Se acumula en bases de datos, y nosotros accedemos a ella. La clave está en transmitir conocimiento útil, que ayude en cada toma de decisiones que surge al enfrentarnos ante toda la información que podemos acceder.
Recordemos cómo era nuestro aprendizaje en un mundo donde el acceso a internet se encontraba aún incipiente. Al irse democratizando, comenzamos a ver con ilusión las grandes ventajas que éste suceso tecnológico permitía y auguraba. Por ello, valdría la pena reconocer que nuestra manera de ejercer la enseñanza en el mundo actual, podría estar sesgada según la siguiente fórmula:
Expresión que podría ser leída de la siguiente forma:
Sí antes nos tomaba X cantidad de tiempo resolver N cantidad de tareas; entonces hoy podrían resolverse N cantidad de tareas en X cantidad de tiempo.
La razón describe de manera simplista el motivo por el que quizá hemos normalizado la exigencia generalizada del rendimiento a los estudiantes. Esto podría haber ayudado a preparar el terreno para que la competencia floreciera con una tensión particularmente individualizada. Ante un escenario tan frenético, destacar entre los demás se convierte cada vez más en una hazaña difícil de alcanzar. Paradójicamente, esto deja cómo resultado un mundo habitado por individuos menos distintos entre sí.
La paradoja que nos convierte a todos en iguales a través de un proceso individualizante es ya un fenómeno de la vida cotidiana. El momentum del mismo se percibe fuera del escenario (Goffman, 1971) de las aulas, al estar también presente en las redes sociales y en el consumo de los productos culturales (Han, 2017). La capacidad totalizante de elección que vivimos hoy en día, pudiera haber sido vista como emancipadora hace algunos años. Pero hemos llegado a romantizar tanto la distinción entre individuos, que se ha convertido hoy en día en la estrategia neoliberal preferida para entregarnos una vida anestesiada por las indulgencias del “yo” (Mead, 1972).
No es necesario que entendamos las especificidades técnicas de la tecnología, para darnos cuenta que nuestra vida se recuesta cada día más en sus amplios y cómodos brazos. Pero hay algo que cómo educadores estamos obligados a entender. Y es que tanto la tecnología cómo nuestra existencia humana, poseen ritmos y dinámicas distintos. Como era de esperar, ambas están desincronizadas según Pierre Bourdieu por un fenómeno que explica utilizando el concepto de “hysteresis” como una analogía de éste.
Quizá sea el habitus el concepto más conocido del sociólogo francés; y este puede entenderse como la gradual inclusión mental de las estructuras sociales mediante prácticas rutinarias y cotidianas. Es así como llevamos las estructuras dentro, pero no de una manera finalizada (Bourdieu, 1997). Su interiorización se da a un ritmo individual a medida interactuamos con otros individuos en la sociedad; nos ayuda a funcionar en el mundo social de una manera individualizada (Joas & Knöbl, 2009). Su teoría social ilustra cómo el habitus interactúa constantemente con los campos donde los individuos nos desenvolvemos (Ritzer, 2011). Y estos, funcionan gracias a una serie de mecanismos de los cuales la hysteresis forma parte de ellos (Grenfell, 2012).
La palabra fue tomada por Bourdieu de la física, y le sirvió para explicar el retraso que existe entre el ritmo del campo, y el del habitus (Bourdieu, 1977). Varios campos poseen hoy en día una dimensión tradicional y una virtual; en la que ambas, forman parte de la construcción social de la realidad (Berger & Luckmann, 1976). Sólo con el simple hecho de envejecer, ya experimentamos la presencia de la hysteresis en algún momento. Nos lleva tiempo y esfuerzo adaptarnos al ritmo del campo que nos rodea; y para cuando hemos alcanzado el paso, el nuevo ritmo es diferente, y estamos ya cansados.
A medida los campos se transforman, su ritmo se vuelve diferente. Lo que ayer era normal, ahora es algo completamente nuevo. Nuestra forma de aprender tuvo que seguir el ritmo de los campos que le rodeaban, en especial los relevantes al mundo laboral. Sólo al lidiar de manera empírica con ellos, nos dimos cuenta que algo estaba mal. El agravante del efecto de hysteresis propicia a que unos pocos saquen provecho de este sorpresivo encuentro con el mundo. Cómo educadores, debemos buscar una solución que permita reducir el estado anestesiado y catatónico con el que las nuevas generaciones se relacionan con el mundo. Pero antes, debemos frenar el ensanchamiento que sufre la brecha generacional del aprendizaje que hemos estado alimentando durante tanto tiempo. Y esto, nos ayudará a encontrar soluciones que nos permitan prescindir de las técnicas del desgaste cómo modelo estrella de enseñanza.
Los campos sociales, suelen estar lo bastante bien definidos como para poder categorizarlos de alguna forma; sin embargo, esto no significa que sean independientes entre sí. Los cambios culturales, económicos, lingüísticos y sociales, generan abundantes cantidades de hysteresis que complejizan el proceso de adaptabilidad humana (Grenfell, 2012). En palabras reducidas, las incongruencias generadas entre el habitus y el campo, son aglomeradas dentro de éste fenómeno que se traduce en malestar social para las mayorías. Al operacionalizar el concepto, se obtiene una herramienta que ayuda a hacer explícitos los vínculos entre los cambios sistemáticos externos, y la naturaleza individual de cada persona en la sociedad. El resultado de esta dialéctica, es la desconexión ontológica de los individuos con los campos donde se mueven (Strand & Lizardo, 2017).
El aumento de diagnósticos sanitarios vinculados al agotamiento (Bianchi, Schonfeld, & Laurent, 2015) debería ser suficiente advertencia sobre la imposible empresa por mantener el ritmo de nuestra relación con el mundo. Los riesgos de salud y seguridad ocupacional ya no son exclusivos del mundo laboral, y han comenzado a pasarle la factura a un número importante de estudiantes universitarios (Salmela-Aro & Read, 2017) y escolares (Kim, Lee, Kim, Choi, & Lee, 2015; Walburg, 2014). Sin embargo, hemos tenido la oportunidad de ver cómo el ritmo de nuestro entorno ha aminorado su marcha (Butler, 2020; Dacil, 2020). Aquí, no cabe preguntarnos si vale o no la pena disminuir también la marcha de nuestras vidas. La relación entre ambos ritmos es simbiótica, y estamos a tiempo de corregirla.
La educación ha funcionado cómo agente socializador constitutivo y constituyente. Ha sido el primer contacto con la sociedad después de la familia, y a su vez debería ayudar a que las personas puedan desenvolverse de manera saludable en la sociedad. Hasta acá, he planteado la existencia de un fenómeno que separa de manera considerable a los estudiantes de los educadores o profesores. La brecha mantiene un componente generacional importante, y con ello intento reflexionar sobre cómo nuestra manera de aprender en el pasado puede afectar de manera negativa a nuestros estudiantes. No porque los métodos sean anticuados o incluso obsoletos, sino porque reaccionaban a las exigencias que los campos sociales imponían en las instituciones educativas en su momento.
Figura 01 – Elaboración propia.
En términos pedagógicos, la intempestiva imposición por el distanciamiento social ha impactado en la forma de facilitar y construir conocimiento. A esto, debería sumársele el agravante de que ha llevado a que ignoremos que deberíamos estar ya construyendo una nueva normalidad. El mundo no volverá a ser como era; y cómo educadores, tenemos que continuar con la tarea de intervenir en la vida de nuestros estudiantes para que puedan relacionarse de una manera más holística con el mundo (Hooks, 1994).
ACCIÓN Y RESONANCIA
La necesidad vital por repensar la educación ha sido uno de los múltiples discursos que han surgido durante estos días de encierro (Meisenzahl, 2020; Shihipar, 2020). Pero parece ser que ésta se niega a desapegarse de la sombra del mundo laboral, y se conforma con emular sus dinámicas y sus soluciones. Para bien o para mal, tenemos hoy en día la oportunidad de repensar la educación. Y así, poder incorporar a más personas que sean capaces de continuar desacelerando el ritmo de nuestro mundo. La figura 01 ilustra cómo la brecha generacional del aprendizaje se ve afectada gracias a nuestra relación acelerada con el mundo, a la disincronía que nos ha producido la ausencia teleológica del tiempo y la hysteresis generada por los cambios constantes que ocurren en los campos sociales que nos rodean.
Al leer un poco la obras de Hannah Arendt y Hartmut Rosa podríamos sanar de alguna manera nuestra relación con el mundo. Primero, habría que considerar el concepto de “acción” de Arendt por lo siguiente, la popularidad que ha tomado la vigilancia en pro de la salubridad ha sido vasta y global (Malaspina, 2020).
Es además, uno de los elementos más visibles de esta nueva normalidad que se ha empezado a construir (Milanović, 2020), por lo que no debería ignorarse en este intento por educar de una manera más idónea a las nuevas generaciones. Ante esto, diversas medidas autoritarias han sido tomadas en todo el mundo, y estas suelen preparar la antesala del totalitarismo (Arendt, 1958). Posteriormente, se podría combinar con el concepto de “resonancia” que plantea Rosa, el cual podría entenderse de manera muy resumida como la antítesis de la alienación (2019b). La “acción”, es uno de los ingredientes que junto con la “labor” y el “trabajo” constituyen la vita activa que Arendt definió en contraposición a la vita contemplativa. Es decir, el paso de la reflexión intelectual, a la relación directa con el mundo. Ella estableció una jerarquía entre las tres partes de la vita activa. La primera es la labor, y recoge todas las actividades realizadas a modo de supervivencia. Luego, el trabajo abarca todo aquello que se realiza para construir nuestro mundo. Y la acción, por último, ya que supone la más elevada de las actividades humanas (Voice, 2014). Labor y trabajo abundan tanto en nuestros días, que no le dan tiempo a la acción para desarrollarse de manera plena.
Pensar en términos de “acción” es importante, especialmente en tiempos de hiperconectividad y extrema demanda del rendimiento. Es por medio de la acción que como individuos definimos quiénes queremos ser; y también lo que queremos hacer, ganando así autonomía e identidad. Es una forma que nos permite estar en el mundo de manera consciente; evitando con ello, que otros decidan sobre nuestras vidas. Y aunque ella pensara en función del totalitarismo y la banalidad del mal (Arendt, 2003; Stonebridge, 2019), la acción sigue siendo necesaria en un mundo donde múltiples aspectos de nuestra vida cotidiana se encuentran a merced de los algoritmos digitales (Dijck, Poell, & Waal, 2018). Creemos que pensamos por nosotros mismos, pero nuestra experiencia y relación con el mundo se encuentra mediada de una manera sin precedentes. Y gracias al distanciamiento social, hemos dado más de nuestro tiempo a la conectividad con las plataformas virtuales.
Cómo educadores, podemos realizar esfuerzos que despierten la acción de nuestros estudiantes, siempre y cuando éstas sean prudentes con los demás. Se puede reflexionar sobre muchas cosas hoy en día; pero para detener el crecimiento de la brecha generacional del aprendizaje, deberemos enfocarnos especialmente en la aceleración del mundo. A nivel individual, la recurrente acción desencadena un despertar que podría significar una constante experiencia estética; y ya no anestesiada, con el mundo. En la medida que más individuos alcancemos un grado saludable de vita activa, existirá mayor pluralidad en el mundo (Arendt, 1958). Esto reduciría la constante expulsión de lo distinto de la que habla Byung Chul-Han, ampliando el espectro de las profesiones más aceptadas. No debemos olvidar, que cuando nosotros fuimos educados, existían carreras específicas que eran mejor vistas por la sociedad. Esta naturaleza aspiracional sigue existiendo, y sigue haciendo daño. Pero ello podría cambiar a medida exista una mayor pluralidad en el mundo. Al alcanzar ese estado saludable de vita activa constante a nivel individual, la pluralidad social irá en aumento. Pero debemos todos aportar al aumento de ésta desde nuestras disciplinas; porque de lo contrario, no sucederá de manera generalizada a escala global. Empalmado a este titánico esfuerzo, debe ocurrir otra cosa que hará que la velocidad del mundo deje de hacernos daño; la resonancia (Rosa, 2019a). Para Rosa, el agotamiento es un síntoma visible de la alienación que existe en nuestro mundo acelerado (ibid). Por lo tanto, no parece equivocado pensar que también la educación puede llegar a ser alienante al moverse de manera obediente ante las exigencias del mercado laboral. Actúa la educación cómo una institución sin acción, que no cuestiona lo que se espera de ella. Si la alienación nos destituye de nuestra naturaleza humana, entonces su opuesto debería devolvérnosla. Esa es la premisa con la Rosa da inicio a su concepto de “resonancia”, y lo ilustra con ejemplos vinculados a la cultura y las ideas. En el momento que como seres humanos podemos apropiarnos en sentido metafísico de una experiencia, entonces existe ahí una resonancia con el mundo.
Esto no sucede de manera inmediata, y al igual que la vita activa propuesta por Arendt, se alcanza de manera escalada. Primero debe existir afecto social, o incluso empatía. Luego, es importante que se mantenga de manera constante un grado de autosuficiencia que nos permitirá transformar nuestro estado alienado por uno resonante con el mundo (Rosa, 2019b). Con esto, nos invita a relacionarnos de manera ecualizada con el mundo. Sin embargo reconoce que no siempre sucede de manera estética o perceptible; especialmente cuando las expectativas son altas, o se quiere forzar la experiencia. Por lo tanto, la educación debe procurar el fomento por las acciones sociales desinteresadas que permitan tanto una vita activa de manera pluralizada, cómo una relación resonante con el mundo. Las experiencias de resonancia constituyen un elemento importante de la identidad, porque están formadas de apropiaciones vitales del mundo. Ciertamente, la sugerencia aplica para muchas cosas de nuestra vida cotidiana, pero no debemos perder el enfoque en nuestro objetivo por reducir la amplitud de la brecha generacional del aprendizaje. De lo contrario, seguiremos preparando personas para un mundo que no entenderán, porque ni siquiera nosotros, lo estamos leyendo de la manera activa que se necesita. De lo contrario, no hubiéramos disfrazado de manera alienante el desplazamiento del ocio, con la anestesiante sensación de un ritmo de vida más productivo y eficaz, durante estos días de cuarentena. La invitación para dejar de caer en el juego de la velocidad es compleja, pero debería motivarnos. De lo contrario, la situación excederá nuestro tiempo y nuestras manos. Y serán los nuevos educadores que nos sustituyan, los que seguirán cometiendo los mismos errores; pero en una sociedad aún más acelerada, más alienada, más vigilada y más desgastante.
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